El domingo fue el Día de la Madre. Estaba escribiendo una reflexión para compartir esta semana, cuando de repente mi hijo vino a casa a llevarme un ramo de flores para felicitarme y me dedicó unas palabras amorosas de agradecimiento que me sacudieron: «gracias por ser mi madre, ser tu hijo es un regalo.» Y, después de derramar unas cuántas lagrimas de alegría, me quedé barrenando -al hilo de mi último post- de ¡como de adjudicado resulta el liderazgo maternal en la vida de una mujer! ¡Y me decidí a escribir!

Sea como sea, la aparición del primer hijo en la vida cambia repentinamente tu existencia, tu identidad como mujer. Sin aprendizaje ni entrenamiento previo, tienes que hacer frente a la responsabilidad más importante de tu vida. En tus manos tienes el reto de acompañar una persona en el recorrido de su crecimiento, hasta que sea «mayor» en todos los sentidos. Te conviertes adjudicadamente en su líder y sin excusas tienes que asumir este rol. Maravilloso liderazgo que, en mi opinión, te proporciona el más grande aprendizaje y desarrollo personal, haciéndote crecer a la vez que crece él.

Y llega un día que, de repente, constatas que has conseguido tu objetivo, que tu hijo ya es «mayor» y este día comprendes que tienes que dejar tu rol, asumes que ha llegado el momento. Del mismo modo que se te adjudicó, el liderazgo se desvanece. Y este día es emocionalmente único. Como en una carrera de relevos, pasas el testigo del liderazgo a él, al hijo que ha crecido y que ya dispone de buena parte de las herramientas necesarias para liderar su propia vida. Y cuando observas desde esta nueva posición el resultado obtenido de tu dedicación, del liderazgo maternal, vives una de las satisfacciones más grandes que puedes tener como mujer, ¡buen trabajo!

¡Gracias hijo mío para ser fuente de mi inspiración y mi gran motivación a la vida!